Hasta donde le alcanzaba la memoria, Antoine Duvall siempre había amado el cine negro. De pequeño soñaba con ser uno de esos duros detectives que siempre acababan resolviendo todos los casos y se quedan con la rubia, pero cuando finalmente entró en el cuerpo de policía descubrió que las películas eran sólo eso, películas, ficciones generalmente escritas por gente tranquila y probablemente cobarde. Su desencanto por la protección de la ley creció paralelo a su desencanto por la vida en general, y después de un matrimonio fallido y una inhabilitación temporal por ensañarse con un violador, dejó el cuerpo.
Se instaló por su cuenta, pero el mundo no estaba hecho para ser una película de Bogart, y en el París de finales del siglo XX tuvo que subsistir siguiendo y vigilando a maridos adúlteros y a adolescentes problemáticos. Tampoco eso ayudó a que su vida fuera lo que había soñado, y otro matrimonio condenado al fracaso siguió al primero. Se cansó antes de su segunda esposa que de los tipos que engañaban a las suyas, y para cuando hubo cumplido los cincuenta, ya tenía la absoluta certeza de que la vida no era una película. Sólo le quedaban las viejas cintas y las novelas de Chandler para sentir que estaba en esas ciudades grises donde siempre llovía y en las que los gángsteres siempre buscaban a una joven señorita para silenciarla. En París también ocurrían esas cosas, pero a nadie le importaba que saliera a la luz.
Lo último había sido la petición de una viuda adinerada, que le encargó la búsqueda de uno de sus brillantes más preciados. El asunto le había llevado de un lado a otro de la ciudad, pateando traseros de rateros y reclamando algunas deudas, porque sospechaba que la vieja podría ser una clienta generosa. Descubrió que el diamante había salido de Europa después de que la banda de idiotas que se lo había robado a la sobrina de la mujer se lo vendiera a alguien con más visión de negocio, pero cuando fue a comunicárselo a ella, la anciana le dijo que podía olvidarse. Y sin agradecerle el esfuerzo, le hizo aceptar una ridiculez de pago. Al contrario que en las películas de Bogart, su insistencia en seguir investigando sólo le proporcionó duras miradas de la señora, y no hubo ni la revelación de un antiguo secreto de familia ni de un chantaje estoicamente soportado durante años. Decididamente, la vida era aburrida, gris y, para colmo, poco agradecida.
De todo eso hacía tres semanas, y Antoine Duvall se desesperaba cuando miraba el extracto de su cuenta bancaria, que cada vez tenía menos líneas, y cifras más pequeñas. Incapaz de perder la esperanza por completo, sabía que esa era la existencia de los investigadores, y que en esas situaciones era cuando aparecía el cliente definitivo, el del gran caso. Pero pasaban los días y el guion no arrancaba. Como cada tarde a las siete, se puso su gabardina, guardó la cartera en el bolsillo, tomó un paquete de cigarrillos, comprobó la cobertura de su teléfono móvil antes de ponerlo junto a la cartera y se dirigió hasta la puerta, donde cogió las llaves. Ir a un bar, tomar un café, observar a los parroquianos de vida tan monótona como la suya... Todo era muy poco interesante, muy poco emocionante. A veces le daba por pensar que, llevando una existencia así, era natural que las situaciones del cine negro no se dieran jamás.
Y efectivamente no sucedió nada de película. Abrió la puerta de su casa, la cerró, y antes de que pudiera dar la tercera vuelta a la cerradura, una bala le reventó la cabeza. Porque así se muere en la vida real, sin duelos legendarios ni frases de despedida. Los nervios de un ladrón novato, un gatillo apretado casi por error, una detonación y la bala impacta en el cráneo. Y todo se acaba con un fundido a negro.
Se instaló por su cuenta, pero el mundo no estaba hecho para ser una película de Bogart, y en el París de finales del siglo XX tuvo que subsistir siguiendo y vigilando a maridos adúlteros y a adolescentes problemáticos. Tampoco eso ayudó a que su vida fuera lo que había soñado, y otro matrimonio condenado al fracaso siguió al primero. Se cansó antes de su segunda esposa que de los tipos que engañaban a las suyas, y para cuando hubo cumplido los cincuenta, ya tenía la absoluta certeza de que la vida no era una película. Sólo le quedaban las viejas cintas y las novelas de Chandler para sentir que estaba en esas ciudades grises donde siempre llovía y en las que los gángsteres siempre buscaban a una joven señorita para silenciarla. En París también ocurrían esas cosas, pero a nadie le importaba que saliera a la luz.
Lo último había sido la petición de una viuda adinerada, que le encargó la búsqueda de uno de sus brillantes más preciados. El asunto le había llevado de un lado a otro de la ciudad, pateando traseros de rateros y reclamando algunas deudas, porque sospechaba que la vieja podría ser una clienta generosa. Descubrió que el diamante había salido de Europa después de que la banda de idiotas que se lo había robado a la sobrina de la mujer se lo vendiera a alguien con más visión de negocio, pero cuando fue a comunicárselo a ella, la anciana le dijo que podía olvidarse. Y sin agradecerle el esfuerzo, le hizo aceptar una ridiculez de pago. Al contrario que en las películas de Bogart, su insistencia en seguir investigando sólo le proporcionó duras miradas de la señora, y no hubo ni la revelación de un antiguo secreto de familia ni de un chantaje estoicamente soportado durante años. Decididamente, la vida era aburrida, gris y, para colmo, poco agradecida.
De todo eso hacía tres semanas, y Antoine Duvall se desesperaba cuando miraba el extracto de su cuenta bancaria, que cada vez tenía menos líneas, y cifras más pequeñas. Incapaz de perder la esperanza por completo, sabía que esa era la existencia de los investigadores, y que en esas situaciones era cuando aparecía el cliente definitivo, el del gran caso. Pero pasaban los días y el guion no arrancaba. Como cada tarde a las siete, se puso su gabardina, guardó la cartera en el bolsillo, tomó un paquete de cigarrillos, comprobó la cobertura de su teléfono móvil antes de ponerlo junto a la cartera y se dirigió hasta la puerta, donde cogió las llaves. Ir a un bar, tomar un café, observar a los parroquianos de vida tan monótona como la suya... Todo era muy poco interesante, muy poco emocionante. A veces le daba por pensar que, llevando una existencia así, era natural que las situaciones del cine negro no se dieran jamás.
Y efectivamente no sucedió nada de película. Abrió la puerta de su casa, la cerró, y antes de que pudiera dar la tercera vuelta a la cerradura, una bala le reventó la cabeza. Porque así se muere en la vida real, sin duelos legendarios ni frases de despedida. Los nervios de un ladrón novato, un gatillo apretado casi por error, una detonación y la bala impacta en el cráneo. Y todo se acaba con un fundido a negro.
Un final estúpido para una vida gris. La realidad es así de sosa. Pero seguro que alguien podría escribir una buena película de su vida, siempre que fuera poco fiel a la realidad, claro...
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